La progresía alamanista
Jesús Silva Herzog Márquez.
La toma priista del PRD ha tenido consecuencias funestas para el pensamiento crítico mexicano. Son consecuencias que desbordan los confines de la política y que afligen el espacio de la cultura y el debate. No solamente carecemos una política socialdemócrata moderna; también estamos perdiendo la denuncia independiente y aguda que alguna vez tuvimos. Se trata de una consecuencia inesperada de la transición democrática en México: en el sitio de la izquierda se ha conformado un duro, talentoso y audaz bloque antidemocrático y conservador. Su vocabulario es popular pero sus ideas son rancias; sus estrategias colindan con lo insurreccional pero su programa es profundamente conservador. Ese núcleo ex priista se ubica en la izquierda si atendemos la geometría de los partidos; pero es antidemocrática si consideramos su actuación política, tradicionalista si atendemos sus nostalgias, y antiliberal si desmenuzamos su actitud frente a la ley, frente a la diversidad, frente al debate. Paradoja transicional: la oposición a la democracia no se aglutinó en el PRI cuando éste perdió la Presidencia de la República en el 2000: se aglutina en los priistas que perdieron la Presidencia, seis años después.
El debate sobre el petróleo no es un debate ni es sobre el petróleo. Evocaciones de un pasado glorioso, manifiestos sobre la devoción debida a los símbolos patrios, juramentos de identidad nacional, invitaciones al paraíso por el atajo de una reforma limitada, testimonios de fidelidad a un caudillo, reiteración de odios y obsesiones. Me han sorprendido dos cosas de este circo: el absurdo de las desproporciones y que los opositores a la reforma de Pemex se piensen progresistas.
Una reforma que se anticipa modesta, decepcionante hasta para su promotor, es anunciada como proveedora de bienes infinitos. La reforma nos hará felices, anuncia Calderón, sin creerse ni la efe de la palabra. ¡Escuelas, hospitales, caminos! Una iniciativa extraordinariamente tímida presentada como surtidor de maravillas. Pero la cortedad de la iniciativa no acota la deliberación de tal modo que los actores políticos examinen sus límites, sus riesgos, sus costos. La propuesta presidencial ya había pasado la poda de lo que su temerosa voluntad juzga imposible. No se propone privatizar Pemex, no se toca la Constitución y, sin embargo, se desencadena la misma tormenta que habría suscitado la privatización integral de la industria petrolera y su obsequio a empresas extranjeras. ¿Cómo explicar esta tempestad a partir de aquel soplido? El debate se pierde en epopeyas de salvación nacional. La desmesura también llega por el camino contrario. Cuando se presenta lo inaceptable, se considera una nimiedad. El secuestro de las tribunas del Congreso es la inocente ocupación de un teatro. Incapaces de encontrar medida a las cosas, vamos de la dramatización de lo modesto a la trivialización de lo inaceptable.
Los argumentos contra la reforma a Petróleos Mexicanos se inscriben claramente en la tradición conservadora mexicana. Si quisiéramos rastrear el linaje de esta resistencia no nos ayudaría la visión juarista que era modernizadora e institucional. La imagen de Lázaro Cárdenas sirve como estandarte pero no su proyecto ni sus ideas porque, como debería saberse bien, nunca se opuso a la inversión privada en la industria petrolera tras la expropiación. Para entender la argumentación de la progresía, valdría releer la famosa carta de Lucas Alamán a Santa Anna en 1853, en donde el sabio historiador sintetizaba las líneas del ideario conservador.
El primer elemento de este conservadurismo es la convicción de que el lazo nacional es vulnerable y de carácter religioso. No nos unen las reglas sino las creencias. No nos hermana el futuro sino una herencia. El país bajo amenaza necesita abrazar su pasado. Por eso debe defender la fe que le da existencia colectiva. Alamán hablaba de la religión católica como ese vínculo de identidad: "el único lazo común que liga a todos los mexicanos". Hoy se trata a Pemex como el culto que nos cohesiona. Lo veía con risa y desdén el presidente brasileño hace unas semanas, cuando declaraba que los mexicanos trataban a su empresa petrolera como si se tratara de una diosa intocable. Como bien ha visto Carlos Elizondo, en la defensa del petróleo hay mucha teología y poca economía. Tocar el petróleo es sacrílego porque es el sagrado líquido de la esperanza nacional. Si se toca Pemex, se pierde el país, sugiere la nueva clerecía progresista.
Impedir que el Congreso delibere sobre una posible reforma petrolera es oponerse activamente al régimen representativo. Los seguidores de López Obrador no habían cuestionado la legitimidad del Congreso. Hablaban de un "presidente espurio," pero no de un "Congreso espurio". El lance contra el Congreso desnuda una persuasión antidemocrática. En los hechos y en el discurso, los lopezobradoristas desconocen la legitimidad de ese espacio plural y le impiden deliberar y decidir. Como Alamán hace siglo y medio, se oponen orgullosamente a la democracia representativa. "Estamos decididos (...) contra el sistema representativo por el orden de elecciones que se han seguido hasta ahora; contra los ayuntamientos electivos y contra todo lo que se llama elección popular, mientras no descanse sobre otras bases". Los seguidores de Alamán hacen suyo ese desprecio por el Poder Legislativo: lo que necesitamos no lo puede hacer el Congreso, decía el guanajuatense. Lo mismo dicen el tabasqueño y sus seguidores.
Hay otro elemento común: un engreimiento de superioridad moral: la gente de bien está con nosotros, decía Alamán. Lo mismo dicen sus continuadores de hoy.
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